¿Hacemos un trato?
Ha sido gracias a mi amiga, y también mujer que revuelve las letras en un folio en blanco, Lidia Pecero Claro, @libros.autopublicados.
Mil gracias a todos/as por estar ahí. Ahora tenéis oportunidad de leerlo en este blog.
Autoras:
Lidia Pecero y Mónica Solís.
HUMO
Simon Steel frunció el ceño mientras visionaba las grabaciones de las cámaras que su equipo había instalado en la vivienda de los Sanders. Estaba viendo uno de sus espacios favoritos en la televisión, cuando, antes de llegar a la media noche, anunciaron un caso que le llamó la atención, por el tema del que trataba y por encontrarse muy cerca de su ciudad, en el límite con el condado vecino.
El interés que le despertó el
suceso que se narraba allí, lo mantuvo despierto la mayor parte de la
madrugada, hasta casi la llegada del alba. Su mente científica, daba vueltas a
decenas de posibilidades, desde fallos en el enfoque, hasta la opción del puro
montaje… pero es que esa imagen era tan real que sería complicado el que
alguien hubiera realizado aquello sin una mínima manipulación evidente del
vídeo.
Fuera lo que fuese aquella bola
de energía oscura y densa que golpeaba el cristal exterior de la ventana de su
salón para después tomar forma humana y alejarse por delante de la casa, como
si paseara por su jardín, merecía que él, uno de los mejores investigadores de
fenómenos paranormales, se pusiera en contacto con esa familia para conseguir
que le permitieran realizar alguno de sus estudios.
Mirta
Sanders lo recibió encantada, era una mujer agradable, con el pelo encaracolado
del color de las zanahorias y graciosas pecas en las mejillas, que la hacían
parecer que se acababa de escapar de algún cuento infantil. Le sirvió una taza
de café, sobre el tapete a cuadritos azules y blancos de la mesa de la cocina,
mientras el señor Sanders, un tipo huraño y con un bigote espeso de color negro
y cejas pobladas, lo contemplaba pareciendo poner en cuarentena todo lo que
Simon les contaba.
Preguntas, muchas preguntas y
un interés machacón en el tema de la sombra que se paseaba, fue lo que el señor
Sanders se repetía en bucle de forma mental. Él prefería no darle muchas
vueltas al tema; cuando algo no tenía una explicación lógica, era mejor no
buscársela para no llevarse alguna sorpresa desagradable.
La señora Sanders estrechó la
mano de Simon Steel en señal de algún tipo de acuerdo que el run run de
la cabeza de su marido le había impedido escuchar y, al día siguiente, un
equipo de cuatro personas estaba instalando aparatejos de vigilancia por
la fachada de su casa.
Cámaras térmicas, sensores de
movimiento y un montón de chorradas tecnológicas que, según el investigador, en
su desmesurado entusiasmo y fe en el mundo fantasmal, le permitiría ver e
incluso contactar con el espíritu de energía negra.
Peter Sanders sonrió; al menos
en Halloween, tendría vigilados a los niños del vecindario que, valiéndose del
jolgorio de la noche más oscura del año, se dedicaban a tirar huevos en la
puerta cuando él se negaba a abrirles para entregarles los caramelos. Esa
noche, a través de la televisión de su salón, tendría controlados a aquellos
desalmados infantiles y se haría de las pruebas necesarias para acribillar a
sus padres a denuncias.
La señora Sanders estaba
inquieta y emocionada, ya que sabía que los especialistas estaban cerca,
haciendo guardia por si a aquel fantasmagórico montón de humo que los acechaba
le daba por aparecer de nuevo, aunque no podía reprimir el miedo de no saber
qué sería aquello.
Tras cenar en la más completa
calma, se fueron a acostar.
El equipo, que colocado
estratégicamente cada uno en su zona de la casa manipulaban los sensores a la
espera de algún movimiento o sonido que les anunciara la llegada del ente, solo
captaban a los niños y niñas con sus chillidos pidiendo caramelos.
Nada
ocurría y eso era el colmo para aquellos hombres que llevaban varias horas en
alerta, pero que se estaban adormeciendo a cada segundo que pasaba. Todos menos
Simon, que se había tomado toda la cafetera que la señora Sanders había
preparado. Tenía los ojos quietos en los ventanales, como quieta estaba la
noche, así que decidió levantarse mientras observaba a su equipo roncando a
todo pulmón; no se lo tendría en cuenta, se bastaba solo si decidía aparecer.
Caminó por el pasillo a
oscuras; no le temblaba ni un pelo del flequillo, mientras que a cada paso se
masajeaba la cintura dolorida de llevar sentado horas. Aunque la luz era
ínfima, se detuvo como por instinto delante de un cuadro colgado debajo de la
escalera de acceso a las habitaciones del piso superior.
—Parece una fábrica —dijo con
voz susurrante.
Algo le llamó la atención, así
que encendió una lámpara de latón alargada con un estampado floral muy colorido
que reposaba sobre la zapatera justo en frente. Al iluminar esa parte de la
pared, resplandeció, aunque la lámina mostraba, sin duda, el inicio de la
revolución industrial, en el que las mujeres y niñas se llevaron la peor parte
del trabajo manual, no pudo evitar fijarse en una de esas pequeñas.
Se ajustó mejor las gafas, ya
que su nariz pequeña le juega malas pasadas. Aquella niña, a la que podía
intuir rubia y con ojos claros, aunque el grabado era en blanco y negro,
lloraba. Siguió observando más cerca, casi tocando con su rostro aquel cristal
que protegía la amarillenta foto; no podía evitar hacerlo, algo le atraía sin
remedio. De pronto, la niña giró la cabeza y lo miró.
Un hilo de miedo, algo que
jamás hasta ese momento le había ocurrido, recorrió su garganta anulando la
llamada de auxilio que necesitaba pedir. No podía ser verdad: ¡el cuadro estaba
vivo!
Un humo denso recorrió sus pies
paralizados, huyendo por la casa hacia la cocina, donde un ruido de cacharros
impactando contra el suelo hizo que todos se despertaran exaltados.
Al fin, Simon atinó a moverse y
a correr hacia el salón, donde estaban dos de sus compañeros apurados tras
haberse dormido, tocando botones por si los aparatos habían captado algún campo
de frecuencia baja que permita averiguar la naturaleza electromagnética de esa
aparición, alguna sensibilidad que moviera la aguja hacia el positivo, y de
paso reconocer que
se
habían quedado fritos y hasta roncado, algo que tampoco les solía ocurrir.
El matrimonio bajó corriendo
las escaleras.
―Señor y señora Sanders, ¿Desde
cuándo tienen ese cuadro? ¿Dónde lo han comprado? ¿Quién se lo vendió? ¿En su
familia hubo alguna niña rubia que lavara en una fábrica?
―Simon, ¡cálmate! ―dijo Marian,
la única mujer del equipo―. Estás poniendo nerviosos a los señores.
― ¿De qué cuadro me habla? ―preguntó
la señora Sanders.
Más calmado, le explicó lo
ocurrido.
Todos caminaron juntos hasta el
cuadro, menos el señor Sanders, que decidió ir a recoger la cocina para
preparar café, té y panes para el desayuno.
La mujer empezó el relato de
esa pariente suya de hace varios siglos atrás. Le confirmó que era la
revolución industrial, que incluso se publicó en el The poor man’s Guardian el
primer periódico obrero e industrial del S.XIX y que esa lámina era un ejemplo
de las fábricas que empleaban a toda la familia cuando la gente del campo acabó
yendo a la ciudad por trabajo y acabaron siendo esclavas de jefes, con sueldos
miserables, condiciones insalubres y leyes que no amparaban a ningún ser humano
No recordaba muy bien el
parentesco; si estuviera viva su abuela…, pero claro, murió cuando ella era
pequeña, así que parece que ella quiso que la historia de esa niña se muriera
con ella de una vez. Lo último que dijo a mi madre en el lecho de muerte, y lo
hizo con pena, fue que sabía que aquella niña fue asesinada y le pidió que
nunca sacáramos el cuadro de esta casa.
En aquel pasillo no había humo,
sino hielo y epidermis erizadas. A todos se les había congelado la sangre, y si
algo tenían claro es que aquel ente quería contar algo, avisar de algo, y por
supuesto, en su equipo nadie dudó de la palabra de Simon, ya que era un
profesional reputado, admirado por su labor y no se burlaba ni de la vida ni de
la muerte.
―Está claro ―concluyó Simon―.
Ella es la manifestación, y ese cuadro es la clave de ese humo que lo que hace
es pedirnos que investiguemos su muerte.
―Yo
no lo veo. A ver, claro que la forma en que se aparece, y luego se manifiesta
en lo que creemos que es un ser humano… puede ser… pero, ¿la revolución
industrial? ―apuntó Marian, mientas se engullía un panecillo.
―Sí. ¿Por qué no? Lo primero
que hay que hacer es bajar ese marco y analizar la lámina. Con toda la
tecnología que tenemos seguro que hay…
― ¿Y si no encuentras nada?
―Habrá que intentarlo.
Si algo tenían claro los demás
miembros del equipo es que entre ellos dos no debían meterse, así que se
limitaron a recoger los platos del desayuno y a ayudar en lo que pudieran al
Seños Sanders.
La luz del día pegaba de lleno
en la mesa de la cocina. El sol iba reflejándose en toda la estancia,
acariciando poco a poco las baldosas del pasillo; Marian y Simon miraban
absortos la lámina, que colgaba impertérrita al paso de la propia vida.
Examinaban minuciosamente cada detalle de la foto y anotaban en un molesquine
todo lo que veían en ella y lo que se imaginaban de la escena
―Creo que esta gente no tiene
idea de nada, se están aprovechando de nosotros mamá. ¿Crees que una foto es el
fantasma? ¿Una foto de hace siglos que se mueve? ―refunfuñó Peter Sanders
mientras se sentaba en la silla, justo al fondo de la cocina.
El equipo decidió ir a cambiarse
de ropa para volver enseguida, menos Simon, que se quedaría de guardián.
Salieron de la casa, pero Marian, decidió acercarse a la biblioteca municipal y
a comprobar los registros de la propiedad. Tenía que comprobar si por un casual
guardaban en los archivos las primeras ediciones de periódicos de la época
industrial. Iba llevarle toda la mañana, pero intuía que iba por el buen
camino.
Simon descolgó con mucha
delicadeza el marco, le acompañaba Mirta en un amago de ayudar en todo lo fuera
necesario. Fue hacia el salón con él en los brazos, como si fuera un bebé al
que no hay que despertar, y se puso en la mesa de roble grande, donde ya tenía
un trapo a modo de mantel, bastoncillos de algodón y un poco de agua en un
cuenco de porcelana vieja con motivos griegos como adorno.
Todo en aquella casa cuidada
parecía de otra época, como si no se hubiesen renovado los muebles desde hacía
mucho tiempo, pero a la vez era acogedor y cálido. Simon se encontraba cómodo
allí, aunque el vanguardismo no se hubiera hecho presente nunca.
Se
sentaron juntos y Steel le iba pidiendo el material de limpieza a Mirta; poco a
poco desencajaron el soporte de madera trasero, separándolo con extremo
cuidado, y luego la hoja amarillenta que protege la foto. Se dieron cuenta que
había una doblez en ella: la fotografía era más grande de lo que se veía en un
principio.
Con nervios, le dieron la
vuelta a la foto, abriendo completamente el retrato. Mirta se encargó de
limpiar el marco y el cristal con saliva y agua, mientras Simon comprobó
admirado aquella instantánea.
Se levantó a por una lupa para
no perder detalle de este nuevo descubrimiento en el que se veía una fábrica en
lo que parecía ser un sótano con máquinas de prensado de ropa y una pequeña
oficina en la que dos hombres con traje oscuro miraban papeles.
—Ese hombre que está de pie, no
me gusta— apuntó, mientras levantaba la cabeza y se quedaba petrificado mirando
la puerta de entrada al salón.
***
Marian había desplegado un mapa
enorme en una de las mesas de la biblioteca municipal, después de que la
documentalista llenase otra con diez libros que mostraban la historia del
pueblo y cómo había sido aquel proceso iniciado en la Inglaterra de 1760.
Estaba absorta, enfrascada en encontrar todo y llevárselo a Simon y no escuchó
el mensáfono; pero es que lo había encontrado: ¡lo que buscaba con tanto ahínco
estaba delante de sus narices!
La casa, dos siglos atrás,
había sido una fábrica que fue abandonada y destruida en la Primera Guerra
Mundial por una bomba. De sus cimientos, se construyó esta casa hacia los años
veinte, y ahora, faltaba conocer la historia de aquel negocio, pero poco había:
solo un libro que se llevaría a casa de los Sanders.
<<Mierda, tengo un busca
de hace una hora>> Corrió hacia el teléfono público, metió monedas y
marcó el número de la casa. No obtuvo respuesta.
Mike, David y Robert aparcaron
delante de la vivienda, y no podían creer lo que estaban viendo. Se estaba
desarrollando encima de ella una gran tormenta: relámpagos, lluvia, rayos y
truenos. Era como si estuviera aislada en el tiempo, del mismo vecindario, como
si estuviera en una realidad paralela.
Intentaron
adentrarse, pero una fuerza sobrehumana no les dejaba llegar a la puerta de
entrada. Decidieron ir por detrás, ya que intuían que su jefe y los señores
Sanders podían estar en un grave peligro. Oyeron un grito mientras se agarraban
a los árboles para avanzar. Era Marian que les llamaba para que regresaran al coche.
―Tengo un plan ―afirmó mientras
les explicaba su descubrimiento, a la vez que les mostraba el libro.
―Entraremos por el sótano de la
casa. Tiene que haber una puerta de acceso como marca este mapa, y no está en
el área que vemos sino casi en la propiedad vecina. ¡Vamos, no hay tiempo que perder!
Algo grande está pasando.
Sacaron palas, linternas del
maletero y hablaron con el vecino de la finca contigua, que los dejó excavar,
aunque no entendía nada, y mucho menos cuando vio cómo la casa de sus vecinos
estaba viviendo un Halloween particular. Pensó, ingenuamente, que aquello era
lo que veía cuando iba al cine; efectos especiales.
El equipo, a tan solo dos
metros de excavación, vio una puerta cerrada con una cadena oxidada. Golpearon
con la pala hasta romperla y abrieron; el olor a podrido, carbón y a tierra
húmeda era insoportable, así que se ataron pañuelos cubriendo la nariz y la
boca, a modo de mascarilla, para poder entrar.
Encendieron las linternas y
escogieron el camino que los llevaría a casa de los Sanders.
—Esto debió ser una trinchera
de la guerra —dijeron en alto.
Así que el olor no les extrañó;
debieron morir muchos soldados.
No se separaban, andaban casi
pegados, la respiración de cada uno incidía en la nuca del otro, menos Marian, que
no se acobardaba e iba la primera abriendo paso al resto.
Sabía que quedaba poco, rogaba
que el acceso a la casa fuera fácil, que allí todo se arreglara, que Simon
estuviera bien y se prometió a sí misma que esta vez le diría, si tenía la
oportunidad, todo lo que sentía por él.
Presentía que estaban cerca.
Escuchaban voces, parecía Mirta.
Cada vez aceleraban más el
paso, hasta que algo les rozó.
Juntaron
las linternas, y ahí estaba la figura humana. A todos se les erizó el vello de
los brazos y observaron quietos lo que esa entidad hacía, parecía menos alta…
― ¡Es la niña, nos viene a
ayudar! ―exclamó Marian.
La sombra de humo se movió unos
metros más, asegurándose que la veían, y se adentró a través de las paredes de
tierra…
― ¡Por ahí debemos excavar! Ahí
está la entrada a la casa de los Sanders.
― ¿Entonces la niña es buena? ―preguntó
Robert asombrado de lo que acababa de ver.
―Creo que sí.
No quedaba tiempo. Las voces
eran cada vez más fuertes. Estaban siendo testigos de algo que no podían entender
pero que no les gustaba nada.
El esfuerzo para que la tierra
dejara paso a una entrada les estaba agotando, así que Marian dejó de hacerlo.
Colocó en su boca la linterna y leyó la página del libro que hablaba de la
antigua fábrica que en este condado inglés dio trabajo a varias generaciones en
aquella época… y el nombre de uno de los patrones se repetía sin parar: Philip
Scoit.
― ¡Eureka! ―exclamó Mike ―. Lo
hemos logrado, pero hay que empujar.
La puerta de madera estaba
completamente comida por la polilla, no debía ser difícil abrirla. Lo
intentaron empujando, pero no cedía, así que decidieron romperla a patadas.
Ahora los gritos de la señora Sanders eran mucho más evidentes.
― ¡Mirta, ya vamos! ¡Ya estamos
aquí! ―gritaron a la vez Marian y David.
― ¡Corran! Yo sola no puedo
contenerlo y se me están acabando las fuerzas.
Se miraron. No sabían con lo
que se iban a encontrar, pero sujetaron con más fuerza la empuñadura de las
palas y corrieron al salón.
¡No se lo podía creer!
A un lado, en el suelo, Peter
Sanders yacía inconsciente con un golpe en la frente por el que la sangre
brotaba cubriéndole la cara. Se agacharon y comprobaron el latido, lento pero
constante.
En
el fondo del salón estaba Mirta, agachada, sujetando algo que no alcanzaban a
ver, ya que les tapaba la visión la puerta corrediza entreabierta.
A su lado se colocó la sombra
de humo que les había ayudado a encontrar la entrada, pero esta vez se notaba
con más nitidez la figura de una niña, rubia y con los ojos muy abiertos; era
la misma que en la foto, sin duda alguna.
―Entonces, si ella está a
nuestro lado, ¿quién o qué está pasando al fondo? ―expresó Marian, buscando sin
parar a Simon.
Se fueron acercando despacio,
pero seguros. Abrieron sin miedo las puertas corredizas ―no podían mostrar el
terror que se estaba apoderando de ellos―.
En el suelo, Simon,
inconsciente, cubierto por un halo completamente negro dividido en tres partes:
el primero le rodeaba el cuello, lo que estaba dejándole sin respiración; otro
aprisionaba su pecho junto al tercero, que le inmovilizaba las piernas.
La señora Sanders no se había
separado de él, no sabía qué hacer, pero lloraba y gritaba al humo negro como
si le hablara al mismísimo diablo para que se fuera.
Mike, David y Robert corrieron
hacia Simon, mientras Marian, llorando impotente, no sabía qué hacer. La sombra
de la niña le susurró al oído.
―Di su nombre, di su nombre…
― ¡Eso es! ―gritó Marian ―.
Encended las linternas y apuntad al humo negro ―ordenó.
Y como si supiera lo que estaba
haciendo, pero con la certeza de que estaba arropada por la pequeña, gritó el
nombre del propietario de aquella fábrica
― Philip Scoit, Philip Scoit,
Philip Scoit pagarás por tu crimen… el de la pequeña… el de tu propia hija…
¡Vete al infierno, que es donde te corresponde estar!
Y en ese mismo instante,
desapareció.
Todos miraron a Marian. Se
había cubierto de luz. Vieron cómo la pequeña, hecha humana, con un vestido
gris y un delantal, se acercó a
Mirta
sobrevolando el salón y acarició su pelo; fue su manera de darle las gracias.
Todo se había calmado. Peter se
despertó y alcanzó a llamar a su mujer.
―Ay, Peter. Cuando te cuente
todo lo que ha pasado… ¡Ha sido terrible, y a la vez precioso! La niña está
bien
Simon seguía sin despertarse.
Temían lo peor, pero Marian, que se sentía capaz de todo después de lo que
había vivido, se arrodilló a su lado, se acercó a su oído y le susurró:
―Despierta, Simon.
Steel carraspeó, se movió y
poco a poco abrió los ojos. Marian le sonrió.
Dos semanas después
Todo estaba preparado, ese
sería un almuerzo especial. Los señores Sanders habían decidido celebrar una
comida anual por la niña, de la que ni sabían fecha de cumpleaños ni el nombre,
pero a la que llamaron Emma.
La comida siempre sería el
primer domingo después de Halloween y por supuesto, ni Simon ni su equipo
podían faltar.
Todos tenían claro qué había
pasado en aquel lugar en otra época.
La fábrica había sido el
escenario de uno de los mayores crímenes que se pueden cometer; el asesinato y
violación de una niña no reconocida, a manos de su propio padre… La chiquilla
había sido perseguida por su padre durante décadas, por eso ninguno de los dos
conseguían irse de este mundo. Ella clamaba justicia; la única que necesitaba
era que alguien gritara en alto la identidad de ese animal… y Marian lo hizo.
Simon, que había disfrutado
visionando las grabaciones días después, descubrió en sí mismo un amor
incondicional hacia Marian, que siempre había estado dentro de él como una
sombra, como un humo, pero este era de un bonito color blanco.
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